A lo largo de la historia las mujeres han utilizado para el día de su boda la misma vestimenta de colores variados que utilizaban a diario, aprovechando a veces el momento para confeccionarse nueva ropa. El vestido de novia clásico tal y como lo conocemos hoy, blanco y con bordados o pedrerías, proviene de mediados del siglo XIX, cuando la reina Victoria lo eligió para su enlace con el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha.
Aunque durante el último siglo se ha querido imponer sobre el color blanco ese mensaje de castidad y pureza, nada tenía que ver con eso. Por el contrario, el blanco simbolizaba riqueza y ostentosidad. De hecho, este color no se popularizó hasta bien entrado el siglo XX, y el negro, vinculado también al luto, seguía siendo el tono elegido por las clases populares.
En los años 50, los diseñadores Cristóbal Balenciaga o Christian Dior revolucionaron la moda nupcial relacionándola con la alta costura. El vestido de seda y encaje que lució Grace Kelly en 1956 en su boda con el príncipe Rainiero III de Mónaco supuso un antes y un después y el lujo y el glamour comenzaron a formar parte del imaginario colectivo a todos los niveles de la sociedad. En 1981, Lady Di marcó tendencia con su romántico vestido barroco caracterizado por las mangas farol y la larguísima cola. Y las novias de estos años comenzaron a inclinarse por un estilo más conservador representado por los cuellos altos y los vestidos excesivamente decorados.
En la actualidad, el blanco –o sus versiones en crudo, champagne o marfil– sigue siendo el color preferido de las novias, aunque comienzan a despuntar otros colores y otro tipo de prendas como vestidos cortos o pantalones. Afortunadamente, la moda nupcial actual forma un maravilloso eclecticismo válido para cualquier gusto o condición económica. El llamativo vestido de Angelina Jolie, decorado con dibujos de sus hijos, o el color negro elegido por Avril Lavigne son una buena muestra de ello.